En la revista Peacock publicó Angela Alaimo O'Donnell cuatro poemas de su libro sobre Flannery O'Connor. Yo los he ido traduciendo y poniendo aquí, estas últimas semanas. Al final, ella hacía una poética que me parece muy interesante. También la he traducido:
La Belleza de Flannery
Flannery O’Connor tenía debilidad por lo raro y lo salvaje y el don de encontrar belleza en ambos. Tras escribir 101 poemas poniéndome en su lugar, he acabado valorando la extrañeza que ella admiraba y me he convertido a su modo de entender la belleza. Porque, ¿Qué son la simetría, proporción, integridad y perfección - ideales clásicos todos de belleza- si les quitas lo casero, la soledad, lo simple y lo mutilado?
Evitando la estética de lo confortable y cómodo, Flannery prefería la belleza que aflige la mirada, visiones tan impactantes que uno no puede mirar para otro lado. Sabía que los cuerpos que habitamos son extraordinarios y que unos son más obviamente extraordinarios que otros: el hermafrodita elocuente y el hombre tatuado de la feria, la universitaria con un acné espectacular, el manco con la manga flameando a la brisa, la chica que va dando pisotones con su pierna de madera, el profeta con dos cavidades oculares calcinadas en el lugar donde antes estaban sus ojos. Esa era su gente y la amaba.
Tenía un afecto especial por los espléndidamente raros. De niña coleccionaba pollitos: “Prefería los de un ojo verde y otro naranja o con cuellos extralargos y con crestas torcidas. Quería alguno con tres patas o tres alas pero no apareció ninguno así. Yo le daba vueltas a una imagen del libro de Robert Ripley, Te lo creas o no, de un gallo que había sobrevivido cuarenta días sin cabeza”. Flannery sospechaba que la razón de que amase a los raros es que sabía que ella era una de ellos —que todos lo somos, en lo más íntimo— y que en eso hay belleza.
El novelista Harry Crews cuenta que todo el mundo que conocía, de pequeño, de cuando vivía en la Georgia rural, estaba fascinado por el catálogo Sears Roebuck. “Lo primero que nos impactaba es que todos los del catálogo Sears Roebuck eran perfectos. No había calvos. Todos tenían todos los dedos correctos. Nadie tenía heridas abiertas y supurantes en el cuerpo. Pero todos los que conocíamos nosotros tenían un dedo de menos o se habían quedado tuertos de un clavo que saltó de un poste. En nuestro mundo todos estaban lisiados y mutilados mientras que todos los del mundo Sears Roebuck eran perfectos”. Crews sabía qué mundo era falso y cuál verdadero y el que eligió describir fue el mundo verdadero.
A la fotógrafa Diane Arbus le gustaba hacer fotos de los raros: Miss Makrine, la enana rusa que barría su cocinita, un gigante judío que visitaba a sus padres en un apartamento del Bronx, el tatuado Jack Dracula y el hombre que tragaba fuego. "La mayoría de la gente se pasa la vida con el miedo de sufrir una experiencia traumática. Los raros nacieron ya con su trauma. Ya han pasado su prueba en la vida. Son aristócratas”. Por pasarse el día fotografiando a gente de todo tipo llegó a la revelación de que somos “todos extraños y espléndidos en cuanto raros . . . todos nosotros víctimas de nuestra forma particular con la que entramos en el mundo.”
En una secuencia de un sueño, en uno de los relatos de Flannery, un hermafrodita predica a la multitud boquiabierta, reclamando su propia belleza extraña: “Dios me hizo así. No se lo discuto.” Una mujer joven, sorda, muda, con discapacidad intelectual, es presentada en otro relato de gran patetismo: “sus manos gordas e indefensas colgando de las muñecas. Tenía pelo largo rosa-dorado y ojos tan azules como el cuello de un pavo”. Tan llamativa es esta chica en su radical (im)perfección, que el camarero del mesón Hot Spot la declara bendita: “Parece como un ángel de Dios”.
Para Crews, para Arbus, para Flannery, la belleza es la celebración de lo singular y lo auténtico, y son artistas de lo bello. “Intenta alabar el mundo mutilado”, escribe Adam Zagajewski en su celebrado poema. Y en gran medida, para nuestra delicia, es lo que hacen ellos.
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