He descubierto que un artículo que escribí sobre una polémica en 2020 sobre racismo ya no está en la web de El debate, así que lo copio aquí, corrigiendo algunas expresiones:
El
honor perdido de Flannery O’Connor
Ángel
Ruiz
Este 24 de julio, el rector de la Universidad
Loyola de Maryland anunció el cambio de nombre de una Residencia de Estudiantes.
¡Jugada maestra! Quitaba a Flannery O’Connor, escritora católica, y ponía a Thea
Bowman, una monja afroamericana. Con ello el rector creía que solucionaba, y seguro que
pensó que brillantemente, un problema que se le acababa de presentar: la
recogida de firmas iniciada por una alumna, Regina McCoy, que denunciaba por racismo
a la autora sureña.
La acusación se basaba muy probablemente en un
artículo del New Yorker. Lo había escrito Paul Elie, profesor en
Georgetown, que seguramente no esperaba un resultado tan rápido y tan extremo, aunque la clave estaba en el título: Cuánto de racista era Flannery
O’Connor sería una traducción bastante literal. El racismo lo daba por
supuesto y solo quedaba discutir cuánto, con lo que se insinuaba que mucho.
Elie usaba como munición algunas frases de un
libro recién publicado de Angela Alaimo O’Donnell, una investigación muy
detallada y llena de matices. Creo que se ve bien que aquí ha ocurrido un a
modo de juego del teléfono estropeado: un trabajo académico sobre racismo en
Flannery O’Connor acaba reducido a titular-carnaza para el clickbait, pero
en una revista supuestamente seria, que lee una estudiante blanca y
concienciada, que lanza la campaña contra una racista extrema. El rector, como
la mayoría de los rectores actuales, cedió sin lucha.
A mí lo que me preocupa no es ese episodio
penoso de la universidad de Maryland, sino la posible señal de un cambio de valoración
crítica de Flannery O’Connor, que se percibe también en una devastadora crítica
reciente en el New York Times a un documental sobre su vida: los
argumentos iban en esa línea ideológica introducida por Elie de condenar a la autora
mirando del modo más torcido posible su biografía e ignorando el valor de su
obra. Parece como que esta escritora siempre extraña, católica a la vez que sureña,
ya no estuviese a la altura de los nuevos requerimientos, que imponen criterios
muy rigurosos de corrección política.
No dejaba de ser sorprendente el enorme
prestigio del que gozó desde su muerte en 1964, tanto entre otros escritores
como entre la crítica, con apoyos que resultaron fundamentales para mantenerla
en un lugar privilegiado del canon literario, como el de Harold Bloom, que
aunque me parece que no llegó a comprenderla nunca, siempre mostró gran aprecio
por todo lo que ella había escrito: percibía algo muy profundo en esos relatos
y novelas poblados por personajes peculiares, casi siempre en situaciones
extremas.
La consecuencia más concreta que me parece que
puede producirse en este combate de ideas es el progresivo deterioro de su
posición destacada en el canon más influyente, el de los libros recomendados en
secundaria y en los cursos generales de la Universidad. Mi sensación es que se
ha levantado la veda, en beneficio de autores más en la onda ideológica del
puritanismo actual.
¿Pero fue Flannery O’Connor racista? Ya que no
podemos hurtar ahora la pregunta, tan torticeramente puesta en primer plano por
Elie en el altavoz del New Yorker, tendremos que decir -perdón- que «depende»:
para una línea crítica cada vez más dominante en la Universidad americana,
todos somos racistas hasta que se demuestre lo contrario por un sostenido
esfuerzo de mostrar nuestro sentimiento de culpa por nuestro racismo primigenio.
Si vamos a lo particular, Flannery O’Connor es acusada de racismo por usar «nigger»,
la palabra archiprohibida ahora y de mal gusto entonces; hasta la mantuvo en el
título de uno de sus cuentos más famosos contra la opinión más pudorosa de
otros, pero es que justo ese cuento, El negro artificial, es una de las
más profundas reflexiones sobre el sufrimiento de los negros. Por lo demás, los
acusadores señalan algunos pasajes de cartas a una amiga muy partidaria del
movimiento por los «derechos civiles», con la que adoptó un tono muchas veces
bromista, otras irónico, sobre el contexto del Sur en el que ambas habían
crecido. Son cartas en las que nunca se pliega a las consignas generales, que
todo lo fiaban a meros cambios legales; ella dudaba mucho de que las leyes que
eliminaban la separación de razas fueran a resultar tan eficaces, aunque en sí
mismas las considerase positivas, porque pensaba que había heridas que solamente se podrían
restañar a través de un largo proceso, muy delicado, de respeto y caridad mutuos. A esa amiga le
explicaba también que no pensaba relacionarse en el Sur con activistas negros
como James Baldwin, por lo que supondría de escándalo para sus personas
cercanas, algo que sí podría plantearse si viviera en el Norte, donde los
rencores no estaban a flor de piel. El tiempo le ha dado a ella la razón: la
desaparición de la discriminación legal no ha resuelto el problema, esa
imposible por ahora convivencia normal entre razas en Estados Unidos.
Lo más importante, y en ello insiste el libro de Alaimo O’Donnell con razón, es que en sus escritos de ficción levantó una obra que ilumina la cuestión del racismo en la vida americana, mostrando esas tensiones y sin traicionar la verdad más honda. Por el camino, el honor de Flannery O’Connor está siendo arrastrado por el barro, mientras que gracias a su obra comprendemos lo que los partidarios de soluciones simplistas no quieren que veamos. Nos quedan relatos como El día del Juicio, Todo lo que asciende tiene que converger o Revelación para seguir ahondando en esta tragedia del maltrato de unos a manos de otros por cuestiones de raza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario