Un excelente artículo de fr. Gabriel Torretta O. P. (después de estas impresionantes siglas, hay que decir que tiene 26 años:
ahí lo tenéis) sobre
El escalofrío interminable, donde destaca por un lado la actitud de Asbury de querer tener el control de todo, hasta de su muerte:
Strength, and it limits, are the obsessions of Asbury Fox (...). At twenty-five, Asbury returns from New York City to his country hometown a tragic figure—a failed writer, a half-baked ideologue, and a loveless man—who, after trying and failing to control his own life, struggles to control his own death, orchestrating the perfect finale for a misunderstood artist surrounded by tone-deaf cretins and, what’s worse, family.
La fuerza -y sus limitaciones- son las obsesiones de Asbury Fox. Con 25 años, vuelve de Nueva York a su lugar natal en el campo como figura trágica -escritor fallido, ideólogo a medio hacer, y hombre sin amor- que, tras intentar y no conseguir controlar su propia vida, lucha por controlar su propia muerte, orquestando el final perfecto para un artista incomprendido rodeado de cretinos sordos y, lo que es peor, de su familia.
Una mancha en el techo de su habitación, con forma de «fiera ave de alas extendidas» (“fierce bird with spread wings”) acaba siendo la clave del cuento, cuando Asbury descubre que la que creía enfermedad mortal es sólo fiebres de malta (por haber bebido leche sin hervir,
queriendo hacerse coleguita de los trabajadores negros de la granja de su madre):
Yet in a sense he does die—the three-fold realization of his inability to create meaning, of his responsibility for his illness, and of the lifelong suffering ahead shatters the insular, self-obsessed man he had been. At that moment, the water-stain bird above his bed finally begins to move: “A feeble cry, a last impossible protest escaped him. But the Holy Ghost, emblazoned in ice instead of fire, continued, implacable, to descend.”
Pero de algún modo sí que muere: la triple comprensión de su incapacidad de crear sentido, de la responsabilidad en su enfermedad y del sufrimiento que tiene por delante y que va a durar toda su vida destruyen al hombre aislado, obsesionado consigo mismo que había sido. En ese momento el ave de la mancha de humedad de encima de su cama por fin empieza a moverse: «un débil grito, una última protesta imposible se le escapó. Pero el Espíritu Santo, adornado en hielo en vez de fuego, siguió bajando, implacable».
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